Una madrugada del mes de
mayo, antes de que se apagaran las estrellas, la doncella ensilló su yegua
blanca y huyó del castillo galopando veloz.
Los últimos rayos de la
luna proyectaban su sombra en la llanura callada y arrancaban brillantes
destellos de las lágrimas que, semejantes a joyas resbaladizas, se deslizaban
por sus mejillas.
Se oyó un trueno a lo lejos y ella pensó
que la lluvia le brindaba su ayuda, ya que el agua borraría sus huellas.